
Alejandro Payán de Tejada, Doctor arquitecto técnico. Miembro del Gabinete Técnico del CGATE
La calidad del aire interior puede ser hasta cinco veces peor que la del exterior, y aún así, es la gran olvidada del diseño arquitectónico
Hace un par de meses me encontraba en esta misma tribuna con un interesantísimo artículo por parte de una compañera con la que he tenido el placer de compartir conocimiento como es Sonia Hernández. Ella hablaba sobre lo que nos une, nuestra dedicación, entre otras cosas, a difundir el mensaje sobre la relación íntima y directa entre los edificios y la salud de sus ocupantes.
Así, aprovecho la oportunidad que se me ofrece para ahondar en este tema que tan importante es y será durante los próximos años si queremos conseguir eso que llaman “la transición justa”.
¿Por qué hablar de transición “turquesa”?
En mi caso, se me va a permitir rebautizar, con permiso de los que en foros ya han utilizado esta expresión, esta transformación en el diseño, ejecución y uso de los edificios como “la transición turquesa”. Y es que todo el mundo en el sector está inmerso en la más que conocida transición verde, con un camino claro, al menos hasta 2050, hacia un sector totalmente descarbonizado con edificios poco demandantes, muy eficientes y altamente alimentados de energías renovables.
Con ello tenemos todos claro ya que conseguiremos respetar el ambiente que rodea a los edificios y a nosotros mismos, pero otra corriente que debemos tener en nuestra cabeza y manos es aquella sobre la relación entre los edificios y la salud.
Es momento de utilizar la transición verde y convertirla en turquesa, es momento de no solo cuidar de lo que nos rodea sino de también poner el foco en nosotros mismos, en las personas. No podemos olvidar nunca que la función principal de los edificios es de proveer a sus ocupantes un lugar seguro en todos los sentidos: estructural, medioambiental, y, por supuesto, en la vertiente saludable.
Este aspecto, en un sector en el que, en ocasiones, prima lo económico, se puede olvidar y utilizar soluciones que no solo no cuidan de la salud de los ocupantes, sino que la empeoran.
Si bien se han ido desarrollando mejoras normativas en aspectos como la accesibilidad o la calidad del aire interior, estas necesitan un empujón cultural sobre la construcción saludable.
Calidad del aire interior: el enemigo en casa
Y en el segundo de los anteriores ejemplos es donde me voy a centrar. La calidad del aire interior (CAI) está relacionada directamente con la calidad del aire exterior (CAE) —esa que, en las grandes urbes, ha obligado a las entidades públicas a instaurar zonas de bajas emisiones o a restringir, en ocasiones, el tráfico por altos niveles de contaminación—.
La relación que se le da es por goleada, exactamente de uno a cinco. Es decir, la CAI puede llegar a ser cinco veces peor que la CAE.
Solo por esto, ya deberíamos tenerlo en cuenta y por ello se motivó la modificación del CTE DB HS, modificando la forma de ventilar nuestros edificios para alcanzar un promedio anual máximo de 900 ppm de CO₂ y un máximo anual acumulado también de 500.000 ppm por encima de los 1.600 ppm en unos edificios, cada día más herméticos.
Pero esto, a algunos nos rechina por utilizar un contaminante, el dióxido de carbono, como testigo absoluto de la contaminación de los espacios cuando, en palabras del Instituto Nacional de Seguridad y Salud e Higiene en el Trabajo (INSSHT), este gas no es realmente perjudicial hasta altas concentraciones (mayores a 30.000 ppm).
Sirva de ejemplo que la misma Unión Europea no lo utiliza en su informe anual de seguimiento sobre los objetivos del Programa de Acción Ambiental. El organismo europeo utiliza como variable las muertes prematuras por niveles de concentración de otro contaminante con un amplio bagaje en el mundo sanitario: la materia particulada 2.5 (PM2,5).
PM2,5: un contaminante de alto impacto
Lo del amplio bagaje no es por casualidad, y es que este es uno de los contaminantes más estudiados que existen en este ámbito, relacionándose directamente con enfermedades cardíacas, cognitivas, tegumentarias y, por supuesto, respiratorias.
Digamos que tiene un extenso repertorio en sus impactos en nuestro cuerpo humano.
Su límite recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) es de 5 µg/m³ y, por los datos recopilados en diversos estudios que se han realizado, las viviendas tienen una asignatura pendiente en este aspecto. Desde el Consejo General de la Arquitectura Técnica de España, se han podido observar espacios interiores en los que, estando en valores saludables el dióxido de carbono, la materia particulada alcanzaba valores de más de 150 µg/m³. ¿Su origen? El humo del tabaco o la combustión en cocinas.
Otros contaminantes invisibles
No es el único. Hay muchos otros contaminantes, más allá del CO₂, en los que habría que poner el foco y, sobre todo, informar al usuario para que pueda tomar las decisiones pertinentes. El primero regulado en el CTE es el radón, pero la publicación “Edificios y salud: pensando en la salud de las personas” establece hasta once parámetros a tener en cuenta para poder evaluar como saludable un espacio interior.
Para ello, debemos romper una barrera tecnológica existente en nuestras viviendas y promociones inmobiliarias: la inclusión de sistemas de monitorización de variables ambientales. Es curioso ver en el día a día a usuarios de vivienda que instalan Alexas, Google Assistant o Siris, que les proveen de información, en cierta manera, banal, cuando no la tienen de lo más importante que existe: su salud.
Por ir finalizando, creo que los técnicos tenemos la obligación moral de favorecer la transición turquesa para que sea una realidad. Su paralelismo con la transformación verde puede servir de vehículo inicial para después tener en mente ambos aspectos en cada una de nuestras decisiones, cumpliendo nuestra función social: dar a los usuarios un espacio seguro.
No quiero terminar sin incidir en la necesidad de que los usuarios tengan conocimiento sobre lo que les rodea, con sistemas que procuren su bienestar y les informen de aquello que puede pasarle factura a largo plazo.
El saber no ocupa lugar y, en este caso, además, procura bienestar.