El itinerario Demasiado moderno, comisariado por el artista David Bestué para La Casa de la Arquitectura, revisa una serie de proyectos construidos en España con vocación experimental que fueron demolidos o transformados poco después. Más que una lista de obras, la propuesta funciona como un ensayo sobre la relación entre arquitectura y sociedad, y sobre los límites de lo que una época está dispuesta a aceptar como “progreso”.
Como señala Bestué, “cada época acota los límites de lo que es imaginable y construible en cada momento”. La selección de casos expone las tensiones entre la voluntad de innovación y el rechazo institucional o ciudadano que tantas veces acompañó a la modernidad arquitectónica española. Desde los años veinte hasta el siglo XXI, las obras recopiladas revelan la dificultad de mantener viva la experimentación en un país que alterna el entusiasmo por la vanguardia con la tentación del conformismo.
Arantzazu: espiritualidad moderna y conflicto artístico
En los años cincuenta, pocas oportunidades existían para una arquitectura moderna con voluntad pública. Una excepción notable fueron las iglesas proyectadas tras el Concilio Vaticano II, que ofrecieron una inédita libertad estética. El Santuario de Nuestra Señora de Arantzazu, en Oñati (Guipúzcoa), proyectado por Francisco Javier Sáenz de Oíza y Luis Laorga, se convirtió en un hito de esa apertura. Su arquitectura, inserta en el abrupto paisaje vasco, buscaba conciliar la espiritualidad con la modernidad constructiva mediante volúmenes pétreos, una estructura ascensional y un diálogo entre materiales tradicionales y lenguaje contemporáneo.
El conjunto contaba con las esculturas de Jorge Oteiza, relieves de Eduardo Chillida, vidrieras de Xabier Álvarez de Eulate y pinturas de Néstor Basterretxea, conformando una obra total en la que arte y arquitectura dialogaban como un mismo gesto espiritual. Sin embargo, en 1954, el obispo de San Sebastián, Jaime Font Andreu, prohibió la instalación de las esculturas de los apóstoles de Oteiza por considerarlas inapropiadas. Las piezas permanecieron quince años abandonadas en el arcén de una carretera, hasta su colocación definitiva en 1969.
Esta censura ilustra el choque entre la vanguardia artística y la ortodoxia religiosa de la época, pero también la persistencia de una generación de creadores que entendió la modernidad como una forma de trascendencia. Hoy, el Santuario de Arantzazu está reconocido por la Fundación Docomomo Ibérico como una de las obras maestras del Movimiento Moderno en España, símbolo de la reconciliación entre arte, fe y libertad creadora.
Fuente de las imágenes: oñatiturismo.eus/es/listings/arantzazuko-santutegia



La modernidad en conflicto con lo cotidiano
Durante la Transición, el espíritu experimental encontró tanto apoyo institucional como resistencia ciudadana. El Teatro ambulante para festivales de España de Emilio Pérez Piñero, instalado en 1969 en el barrio de Can Serra, en L’Hospitalet de Llobregat, fue desmontado en 1976 por reivindicación vecinal. La comunidad exigía destinar el solar a una escuela y un aparcamiento. La estructura, reutilizada en 1987 como pabellón en la feria Tecnova (Madrid), desapareció poco después. La pérdida de esta obra itinerante reflejó la tensión entre el deseo de innovación y la necesidad de infraestructuras básicas en la España democrática.
En los años ochenta, los espacios públicos se convirtieron en el nuevo campo de batalla entre la arquitectura y la opinión popular. La Plaça dels Països Catalans (Barcelona, 1984), de Albert Viaplana y Helio Piñón, inauguró las llamadas “plazas duras” y provocó un intenso debate político y ciudadano. Aunque se prometió su demolición, el tiempo la ha rehabilitado como referente urbano y hoy está catalogada para su restauración. Menos suerte tuvo la Plaza Mayor de Burgos, del propio Viaplana, que fue finalmente desmantelada.
En Navarra, la Plaza Monumento al Agua de Francisco (Patxi) Biurrun (1987) fue demolida poco después de su construcción, en medio de una fuerte polarización social entre quienes celebraban su originalidad y quienes la consideraban una extravagancia. Una controversia similar acompañó al Passeig Prim de Reus, proyectado por Enric Miralles y Carme Pinós (1989–1993), cuya propuesta de mobiliario diseñado a medida y vegetación central fue vista como un derroche. La presión vecinal derivó en un progresivo desmantelamiento hasta su desaparición a comienzos del siglo XXI.
Passeig Prim, Reus. Enric Miralles y Carme Pinós. Fuente: La casa de la arquitectura


De la protesta al consenso: el papel de la ciudadanía
A finales del siglo XX, la participación ciudadana comenzó a redefinir la práctica arquitectónica. En Barcelona, el Forat de la Vergonya (2001) marcó un cambio decisivo: el vecindario se opuso al proyecto municipal por favorecer la especulación inmobiliaria y logró autogestionar el espacio. En Gamonal (Burgos, 2014), la oposición vecinal al nuevo bulevar condujo a su cancelación. Estos episodios consolidaron una nueva cultura urbana en la que los ciudadanos reclaman intervenir desde las primeras fases de diseño.
Para la arquitectura contemporánea, este desplazamiento del protagonismo supone tanto un avance democrático como un desafío creativo: el consenso social garantiza aceptación, pero puede limitar la capacidad experimental que históricamente ha impulsado el progreso arquitectónico.
Epílogo: la memoria como lugar de aprendizaje
Demasiado moderno no es un catálogo de ruinas, sino un mapa de las tensiones entre visión y aceptación, entre innovación y resistencia. A través de las obras que fueron rechazadas, Bestué propone una reflexión sobre la fragilidad de la modernidad y su constante necesidad de legitimación. Lo “demasiado moderno”, sugiere el itinerario, es aquello que se adelanta a su tiempo y, por ello mismo, corre el riesgo de desaparecer antes de ser comprendido.
Más información: La Casa de la Arquitectura – Itinerario “Demasiado Moderno”
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