En mi travesía en solitario por la Ruta de la Seda, uno de los momentos más conmovedores lo viví en la pequeña aldea de Altit, en la región de Hunza (Pakistán). Tras días de viajar entre montañas nevadas de belleza hipnótica, rodeada de siete miles imponentes, me detuve allí un par de noches. Recuerdo las casas de tipología tibetana, con sus terrazas llenas de albaricoques secándose al sol, creando una sinfonía de colores que cambiaban con el paso de las horas. Los habitantes, musulmanes ismaelitas, me acogieron con una generosa hospitalidad.
El Aga Khan Award for Architecture, establecido en 1977, reconoce proyectos arquitectónicos que responden a las necesidades y aspiraciones de comunidades con significativa presencia musulmana. Se concede cada tres años a propuestas que establecen nuevos estándares de excelencia en arquitectura, urbanismo, restauración patrimonial y diseño del paisaje. Estos galardones destacan soluciones que integran sostenibilidad, innovación, identidad cultural y mejora del entorno.
Para la edición de 2025, los proyectos elegibles debían estar completados entre el 1 de enero de 2018 y el 31 de diciembre de 2023, y haber estado en uso durante al menos un año. En su 16.ª convocatoria, el jurado internacional ha preseleccionado 19 proyectos de 15 países, entre ellos Marruecos, Irán, Indonesia o Palestina. Se valoran su arraigo local, su impacto social y su sensibilidad hacia el entorno.
La dotación del Premio, promovido por el Aga Khan Trust for Culture, asciende a un millón de dólares, convirtiéndolo en uno de los galardones de arquitectura mejor dotados del mundo. Pero más allá del premio económico, su verdadero valor reside en su visión: mejorar la calidad de vida, reforzar el tejido comunitario y preservar el patrimonio cultural.
Según la Fundación Aga Khan, el objetivo es “estimular la reflexión sobre los entornos construidos en sociedades con significativa presencia musulmana” y premiar aquellas iniciativas que integren sostenibilidad, belleza y compromiso social. Muchos de los proyectos ganadores han sido diseñados por estudios locales, técnicos gubernamentales o incluso comunidades organizadas. Es, en esencia, una celebración de la arquitectura como acto colectivo.
Y es que, como experimenté en Hunza, hay arquitecturas que no deslumbran pero transforman. Construcciones que respetan el entorno, que responden a necesidades reales y que preservan saberes ancestrales. Reconociendo estas obras, los Premios Aga Khan también reconocen a quienes las habitan y las hacen posibles.
¿Qué significa Aga Khan?
El título de Aga Khan lo ostentan los imanes hereditarios de los ismaelitas nizaríes, una rama del islam chií. El actual Aga Khan V lidera la red filantrópica que impulsa este galardón. Los ismaelitas siguen una espiritualidad abierta, guiada por un mensaje progresista que promueve el pluralismo, la equidad de género y el desarrollo sostenible. Sus centros comunitarios —los Jama’at Khanas— sustituyen a las mezquitas tradicionales y refuerzan el carácter colectivo de su práctica espiritual. Esta comunidad está presente en Asia Central, África Oriental, Oriente Medio y Europa, representando una corriente musulmana comprometida con el desarrollo y la justicia social.
Una lección en silencio
No sabía entonces, mientras observaba las terrazas de albaricoques secándose al sol en Altit, que aquella arquitectura vernácula —hecha de tierra, madera y memoria— tenía tanto que ver con los valores que hoy celebra el Premio Aga Khan. Fue una lección silenciosa sobre cómo el entorno construido puede elevar la vida cotidiana. Hoy, al leer los proyectos seleccionados, reconozco esa misma dignidad serena, ese respeto profundo por el lugar y sus gentes. No es una arquitectura para deslumbrar, sino para cuidar. Y eso, en tiempos de ruido y espectáculo, es una forma silenciosa de resistencia.